
Bajo el manto de las palabras, la poética del lenguaje como refugio de las emociones.
“Porque la verdadera magia no está en los que esperamos, sino en lo que el azar nos regala sin pedirlo” (María Piña)



Una historia prometedora, que no decae o se embarranca, que destila sutilezas sin deshacerse de términos mundanos. Juntar dos léxicos tan hermanos, pero tan distantes en ocasiones, como son el castellano peninsular y el español que se habla en Argentina, se vuelve una suerte de divinos encuentros que acercan e invitan a ser voyeur de conversaciones ajenas.


Y la historia fluye, y Andrés -experto viajero- se convierte en guía, sabe administrar silencios, aportar la pausa precisa y otorgar el tempo que requiere el relato. Se palpa además la veteranía del escribiente -ducho en otras artes- que cada vez se muestra más cómodo engrandeciendo la hoja en blanco con sus impresiones.
Escalas en Italia, Málaga, Buenos Aires, Uruguay… pero lo importante es el viaje literario, envuelto en arcaísmos (que entrañable oír vocablos como videocasetera, expresiones en desuso como encandilar con la mirada o sentencias sumamente certeras “soldado que huye sirve para otra guerra”) y acercarnos el hablar argentino (no solamente el lunfardo).
Uno se ubica mejor en el lugar si te hablan de chorros, minas y pendejos o de los entrañables cambalaches o bulín. Bailamos y recordamos, nos mecen Discépolo y Mercedes Sosa. Pasaje Seaver destila tango, pero te mece como una zamba gracias a los personajes populares que pueblan el relato.
Episódicos y secundarios que no se quedan atrás, ya no por retratar ellos mismos a una Argentina en reiterado suicidio, sino porque son pasto de biopic. ¡Qué personaje Gandini!, cuando él mismo reconoce al periodista protagonista “podrías escribir una linda novela con ms aventuras”.
La escritura de este bonaerense, al que creíamos doctor y escultor solamente, retrata su eterna juventud y su sabio transitar. Seduce, con el tiempo -que extraños requiebros nos guarda el destino- gana en lírica -en ocasiones rememora el graduado de Hoffman-, y se adentra en la fotografía, pero sin desdeñar el grafiti, el expresar de manera áspera lo acontecido.
Además, hay algo de metaliteratura, un ejercicio complicado pero que de resolverse bien -como es el caso-encandila a los que desean adentrarse en el arte de la escritura. En resumen, lean, Pasaje Seaver es algo más que un pasaje literario, quizá un billete hacia la buena lectura, esa que deja poso, que te encariña con los personajes y que hace releer sus partes.
Fernando Lorenzo
Periodista y crítico literario
Enviado por José Antonio Sierra
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