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Sin falsas modestias, puedo afirmar y afirmo, como hubiera dicho Adolfo Suárez, que soy un “cordon-bleu” y un buen anfitrión. Aquellos que han disfrutado de mi hospitalidad y degustado mi cocina pueden avalarlo. Digo esto para traer a colación ese refrán tan español que reza así: “Donde comen 3 comen 4”. Según este aforismo, cuando hay comida para tres, por lo menos en mi casa, hay comida suficiente no para cuatro sino para algunas personas más. Ahora bien, digo y digo bien, para unas pocas personas más, no para un batallón.
A esto, y sigo con mi testimonio personal, tengo que añadir que a mi casa se entra previa invitación o sin aviso previo, pero llamando a la puerta. Dicho en román paladino, sin violentarla, y, aún menos, entrando por la ventana. Y, mucho menos, con la pretensión de instalarse provisional o definitivamente en ella. Hacer esto (invadir mi casa forzando la puerta o entrando furtivamente por la ventana e instalarse en ella) va no sólo contra las reglas más elementales de las buenas maneras sociales o de vecindad, que todos tenemos interiorizadas, sino contra el sagrado derecho de propiedad.
He aducido estos retazos de mi biografía personal para establecer una analogía con lo que sucede en la casa común de los españoles, España, con la llegada de una inmigración descontrolada e ilegal, propiciada por las mafias que trafican con seres humanos, con la colaboración delictiva de ONG y “oenegeros” carroñeros.
Desde hace ya varias décadas, las fronteras de España y de la Unión Europea (UE) están desprotegidas y confiadas, como sucedió con el final y la destrucción del Imperio Romano, a dos países mercenarios: Turquía y Marruecos. Y el resultado, hoy, es evidente: cientos de miles de inmigrantes colapsan, principalmente los puertos (pero también los aeropuertos) de Canarias, del sur de España y de Italia, así como la isla griega de Lesbos, próxima a Turquía.
En el caso de España, los flujos inmigratorios no cesan y van cada vez a más. Los medios se hacen eco de la llegada diaria de pateras y de las dificultades, por la inacción del Gobierno español, de la gestión y de la digestión de estas llegadas ilegales. Para los analistas no ensobrados-apesebrados, esta inmigración salvaje tiene consecuencias muy negativas no sólo para los inmigrantes (en la travesía, muerte para muchos, explotación laboral y sexual, discriminación, xenofobia, etc.), sino también para los españoles (inestabilidad laboral, degradación de los salarios y de los servicios públicos, inseguridad, etc.), así como para la sociedad española y europea en su conjunto (pérdida de la identidad y de la idiosincrasia española y europea, sustitución de la población autóctona ante el invierno demográfico europeo, inseguridad, etc.).
Ante estas consecuencias negativas de la inmigración descontrolada, ilegal y delictiva, no es ocioso recordar la doctrina social de la Iglesia y hacerse una serie de preguntas.
Ante el punto de vista expuesto, que no es una opinión sino una analogía razonable y descriptiva, los ensobrados-apesebrados e indocumentados de los medios lo tildarán de facha, de xenófobo, de racista, etc. cuando, en realidad, corresponde, punto por punto, a la doctrina social de la Iglesia. Para ésta, la “emigración” es una ruptura, un desgarro y un drama humano; por eso, hay que evitar que los candidatos a hacerlo salgan masivamente de su tierra, abandonando su estilo de vida, a su familia —padres, mujer(es), hijos— y amigos, empobreciendo a sus países de origen. Por otro lado, para la Iglesia, el “deber de acogida” tiene también un límite cuando compromete la felicidad, la estabilidad, la paz y la seguridad del que acoge. En efecto, donde trabajan y comen 3 pueden hacerlo 4, pero no un batallón. No es ocioso traer a colación el “ordo amoris”, del que habla San Agustín en la “Ciudad de Dios”: la virtud y el bien del ser humano se fundamentan en un orden correcto de los afectos: de lo más próximo (uno mismo, familia, vecinos, pueblo, ciudad, país, etc.) a lo más alejado (el resto del mundo). Finalmente, el “bien supremo de los MENAS” es volver a su país de origen y estar con sus padres y no repartirlos entre las diferentes CC.AA. o los diferentes países europeos, punto de vista compartido, por otra parte, por pedagogos y psicólogos.
La U.E. y España están gastando miles de millones de euros en rescatar, recibir y ocuparse de los inmigrantes ilegales, que hacen la travesía del Mediterráneo o del Atlántico desde África u Oriente Medio hasta la Unión Europea. En este intento, muchos naufragan y perecen en el intento. Y los que llegan a la tierra prometida y deseada constatan que, en Europa, no se ata a los perros con longanizas. Por eso, podemos y debemos hacernos una serie de preguntas para disuadir a los candidatos a la inmigración ilegal.
¿No sería razonable y lógico utilizar algunos de esos miles de millones de euros para difundir mensajes —en los medios de los países exportadores de los inmigrantes y en las redes sociales— sobre la situación económica real de la UE y sobre los peligros letales de la travesía? ¿No sería más razonable y lógico —como sucedía en la España de los años 60, cuando los españoles emigramos, de una forma ordenada y legal, a los países del norte de Europa— ordenar la inmigración actual para que los candidatos sepan en qué y dónde van a trabajar, cuánto van a ganar y dónde van a vivir? ¿No sería más razonable y lógico llevar a cabo acuerdos y alianzas entre instituciones y empresas de la UE y los países emisores de emigrantes para mejorar la formación y el empleo en los países exportadores de inmigrantes ilegales y así fijar la población en los países de origen?
La respuesta concomitante a estas tres preguntas daría una respuesta más sistémica y, por lo tanto, más efectiva a la inmigración desordenada e ilegal actual. Por otro lado, en el mundo de la cooperación al desarrollo, poner el acento en la formación y en la cooperación real frente a la caridad de la ayuda asistencial ilustraría la pertinencia del proverbio chino, que reza así: “Dale un pez a un hombre y comerá hoy (caridad). Enséñale a pescar y comerá el resto de su vida” (justicia). Así se evitarían los peligros, los problemas y la explotación actuales de la inmigración salvaje e ilegal. Seguir como hasta ahora es practicar un buenismo ciego y bobalicón y hacer el caldo gordo a ONG y “oenegeros”, que no dudan en cronificar los problemas de los que dicen ocuparse y en vivir de los mismos.
© 2025 - Manuel I. Cabezas González
19 de mayo de 2025
Enviado por José Antonio Sierra
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